jueves, 9 de junio de 2011

Una verdadera carrera contra el tiempo

Con una alegría desorbitante se reflejaba en los ojos de Augusto la venta de dos de las casas que tenía a su cargo como agente inmobiliario, los espacios de cuatro pisos cada uno con un área de 6 por 12  metros serían entregados a las familias Tocasuche y Duarte, respectivamente, ocho días después de cerrado el negocio.

A sus 44 años de edad y con la responsabilidad de mantener a sus dos hijos (Jhon y Omar), Augusto Viasus ultimaba los detalles de las dos casas vendidas: los pisos y las paredes en perfecto estado, las ventanas totalmente limpias,  las barandas de las escaleras instaladas y, principalmente, que no hubiera ningún tipo de filtración de humedad en los muros a causa del fuerte invierno capitalino.

Una vez revisado todo y con la seguridad de tener los inmuebles preparados y listos para su entrega, Augusto cerraba con orgullo y regocijo las puertas de las casas que representaban una significativa suma de dinero después de vendidas, ingresos que, según él, utilizaría para la universidad de Jhon, su hijo mayor, que espera iniciar su carrera profesional en el mes de agosto.

Como dos pilares imponentes se encuentran ubicadas estas dos viviendas en El Mortiño, un barrio estrato dos en la localidad de Engativá, donde la mayoría de hogares de uno o dos niveles ubicados a orillas del Humedal El Jaboque, se veían opacados por la fachada y la altura sobresaliente de los futuros domicilios de las familias Tocasuche y Duarte.

Frente a estas casas, su calle sin pavimentar, lodosas por el invierno y desniveladas, preocupaban en gran medida a Augusto, quien, con una aparente intranquilidad en su voz, exclamaba: “Dios quiera que no llueva esta noche, porque veo grave la entrada de los camiones del trasteo por ese barrial”.

Sobre las diez de la noche, cuando Augusto se encontraba en su casa descansando y esperando a que se llegara ese día tan esperado para él y para dos familias más, el cielo del noroccidente bogotano parecía pronosticar una fuerte lluvia en la madrugada.  Los habitantes del sector, algo temerosos, se refugiaban en sus oraciones para que el Humedal, que por estos días sigue teniendo sus aguas por encima de los canales creados por el Acueducto de Bogotá, no se desbordara a causa de las lluvias.

Días atrás, vecinos del Mortiño se reunieron para planear y llevar a cabo un plan de limpieza en los canales del Cenagal, pues el agua que debía estar corriendo por éste se encontraba estancada, debido a la cantidad de basura que reposaba en las rejillas de filtración y que habitantes del mismo sector echaban al ecosistema como si fuese un basurero más en la ciudad.

Tras pedir la colaboración de ATESA, empresa de Aseo Técnico de la Sabana, y de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá, sin recibir respuesta,  pocos habitantes del Mortiño, motivados por la preocupación de un posible desbordamiento del “caño”, como ellos lo llaman, se dividieron con palas,  largos palos y algunas “redes” improvisadas hechas con bolsas de plástico y costales de nailon para limpiar las rejillas contaminadas que impedían el paso normal del agua en el humedal.

Balones de futbol, muñecos y juguetes viejos, botellas de gaseosa, ropa y hasta muebles en estado de podredumbre fueron sacados de las aguas sucias del Jaboque. Pero el esfuerzo admirable de estos habitantes no bastó. Más adelante, durante el recorrido de las aguas del Jaboque, en barrios como Villa Amalia, Villas del Dorado y El Muelle, las basuras seguían acumulándose. Tanto, que ya parecían ser parte del cenagal y convertían cada minuto para esta población en una verdadera carrera contra el tiempo que tenían que ganar,   para evitar una inundación igual o peor que la de otros barrios de Bogotá.

A la una de la madrugada, los fuertes destellos de los rayos, el constante sonido de las pesadas gotas sobre los tejados y el croar de las ranas en las orillas del humedal eran las distintivas señales del fuerte aguacero que caía en el sector, anunciando que esa carrera contra el tiempo la ganaría nuevamente la madre naturaleza, a pesar de los esfuerzos que días atrás hicieron residentes del Mortiño.

Durante ocho horas el agua golpeó el techo y las fachadas de las casas de ese “nuevo” barrio de la localidad de Engativá, donde sus habitantes, algunos fuertes y decididos a limpiar lo que unos pocos echaron en el humedal del Jaboque, querían luchar contra lo que la mala cultura ciudadana de sus residentes produce.

Eran las cinco de la mañana cuando las primeras luces en las ventanas se empezaron a encender. Los inquilinos de los primeros pisos del conjunto de casas colindantes al Jaboque serían víctimas de aquel lodazal negro y mal oliente que bajo sus puertas empezó a entrar, y que con su paso dañó muebles, electrodomésticos y otros objetos. Con resignación y algo tristes por lo sucedido, dueños y ocupantes de los hogares en El Mortiño se armaron de  baldes, ollas, recogedores y palas para empezar a sacar el lodo y las aguas negras que invadían los pisos, puertas y paredes que horas atrás se encontraban limpios.

A pesar del intento fallido de algunos vecinos del sector por sacar basuras del cenegal, como don Francisco (empleado de una droguería) y las hermanas Elisa y Rosaura (dueñas de una casa en el Conjunto Villa Álamos), se levantaron con el mismo empuje que día tras día los obliga a trabajar, pero esta vez un poco más temprano de lo acostumbrado para evacuar el agua que, sin avisar, por debajo de sus puertas, sifones e inodoros inundó sus viviendas.

Ya amanecía en El Mortiño cuando del otro lado de la avenida, los negocios que no fueron alcanzados por la inundación empezarían a abrir sus puertas. Con estos abriría sus ojos Augusto Viasus, quien vive a veinte minutos en bus de allí y que estaría listo para recibir a los Tocasuche y a los Duarte, quienes estrenarían dos de las casas más bonitas de esta zona aún en construcción en Engativá.

Con su llegada al lugar, la actitud positiva y alegre que siempre lo acompañaba al abrir los inmuebles se decayendo: las casas nuevas que 24 horas atrás eran dos pilares imponentes que llamaban la atención, parecían consumidas por un viscoso, mal oliente y espeso lodo que aparentemente afectó solo el primer piso. Sin botas ni los implementos necesarios para entrar, Augusto “metió la pata”, literalmente, y se disponía como todos los días a verificar el estado en el que se encontraban los inmuebles.

A pesar del estrecho hueco que separaba las puertas principales del piso con baldosas blancas de las viviendas, las aguas del humedal, que recorrieron el sector acompañadas de lodo y de las basuras que los vecinos no pudieron sacar, mancharon las paredes del primer nivel, dañaron las entradas de corriente y taparon los sifones de cocina y baños acompañados de un olor fétido y desagradable, que parecía ahuyentar a los que serían sus nuevos dueños. Como si fuera poco, la preocupación de Augusto por la entrada de los camiones a la calle era una realidad: el suelo estaba impasable y la calle sin pavimentar convirtió el sitio en un verdadero reto para los transeúntes y habitantes del sector. 

Algunos vecinos, solidarios con lo ocurrido, con las mismas ollas y palas con las que sacaron el lodo y el agua de sus hogares, ayudaron a Augusto a limpiar el lugar. Pero en los baños, el agua negra se rebosaba por el inodoro y el lavamanos, poniéndolo, ahora a él, en una verdadera carrera contra el tiempo.

La colaboración que vecinos de El Mortiño pidieron con ansias antes de la inundación parece haber llegado, pero después de ésta. Miembros de ATESA se presentaron en horas de la tarde para limpiar el humedal mientras la policía, con un megáfono en mano  y actitud de “inmediata” colaboración, avisaba que las cisternas no podían ser bajadas hasta nueva orden en todos los baños de El Mortiño, para así evitar que un nuevo desbordamiento en el “caño” del lugar. 

“¡Cómo son las cosas de la vida!”, replica Augusto, recordando que apenas la noche anterior había verificado que en los muros de las casas no se filtrara la humedad, había cerrado puertas y ventanas de los últimos pisos para que el agua no dañara la pintura ni los pisos blancos que se acababan de instalar y ahora, con una llamada telefónica, tendría que avisar a los Tocasuche y los Duarte que sus casas sin estrenar se inundaron por el invierno que azota a Bogotá.

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